“La Palma” del olvido

Leonardo Hernández Murillo – María Salomé Sierra Girlado – Isabel Toro Hoyos – Antonia Upegui Gómez

Crónica enriquecida- “La Palma” del olvido – Antonia, Salomé, Leonardo e Isabel
Casa del resguardo La Palma en Urabá - Fotografía de Salomé Sierra

El clima todo el día había estado bien raro. En la mañana el sol había brillado pero las nubes vinieron a aparecer a eso de las seis de la tarde. No había viento, el calor pegotudo y el cielo oscuro parecían reírse de nuestra ropa veraniega que ahora estaba húmeda por la lluvia que desde medio día había empezado a caer levemente mientras caminábamos entre las bananeras a la entrada del resguardo indígena La Palma.

La mañana la habíamos pasado recorriendo el corregimiento de Churidó, cerca de Apartadó con Jorge Romaña, líder social de la comunidad. Nos contó no su trabajo en el corregimiento y gran parte de la historia del resguardo y de las comunidades indígenas del Urabá antioqueño. Los Embera del resguardo La Palma vivían cerca de Churidó en fincas donde trabajaban la tierra para suplir sus necesidades y asegurar el progreso de su pueblo, sus tradiciones e historia.

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Jorge Romaña, Líder social del corregimiento de Churidó en Urabá - Fotografía de Leonardo Hernández

En el segundo capítulo del podcast Perseguidos en su tierra, Abelardo Niaza, gobernador y jaibaná del resguardo La Palma y su amigo Jorge Romaña narran la difícil historia del éxodo indígena. Un trayecto manchado por las balas de paramilitares y guerrilleros, un enfrentamiento que 30 años después parece no terminar.

Crónica enriquecida- “La Palma” del olvido – Antonia, Salomé, Leonardo e Isabel
Juegos infantiles en el resguardo La Palma - Fotografía de Salomé Sierra

La llegada de la guerrilla y los paramilitares, alrededor de 1980, a la zona que habitaban los obligó a decimarse y a establecerse en las 104 hectáreas que les entregó el gobierno en 1991. Hoy, casi 30 años después, no se ha terminado la construcción de las pequeñas casas de cemento y techos de zinc. Están repartidas en el espacio sin seguir un orden en particular, las paredes están manchadas por el sol y no muchas tienen ventanas solo rejas. Casi todas mantienen las puertas de metal oxidado abiertas.

Cuando entramos, las gallinas caminaban entre las piedras y la arena mojada. Un perro flaco y sucio se veía a lo lejos, escarbaba la basura. Cerca de la entrada al resguardo había una edificación más nueva, parecía un colegio construido por el Gobierno en una ciudad, era ajeno al paisaje.  En efecto, se había entregado la construcción a la comunidad del resguardo como lugar de reunión y de intercambio cultural, pretendía ser un espacio para el ocio y el aprendizaje. El salón de clases hoy funciona como centro de atención médica. Abelardo Niaza, quien es el gobernador del resguardo y su médico tradicional (y en muchos casos “occidental”), cuenta que ese espacio antes servía como un centro de recreación para la niñez del resguardo, aprendizaje para las madres y jóvenes, y guardería. La ausencia de una brigada de salud los obligó a transformar el lugar.

 

 

Todavía existe el prejuicio de que los indígenas viven alejados de la “civilización.” Que sus tierras son lugares ancestrales rodeados de naturaleza y de los colores de los bosques. Que allí el aire huele a tierra mojada y humo, y que tienen vida en comunidad alrededor de una maloca. Estos estereotipos permiten sentir ajena la vida de estas comunidades, así resulta más fácil ignorar la realidad de las condiciones de muchos de estos pueblos. Entrar en el resguardo La Palma es una manera de hacerle frente a esta realidad.

A las comunidades indígenas la historia las ha obligado a ser extraños en su propia tierra, recibir lo que les toca y arrinconarse cada vez más en espacios poco productivos, pequeños y hacinados, con pocas oportunidades de progreso o retorno a su lugar de origen. En el resguardo La Palma, por ejemplo, habitan 489 personas pertenecientes a tres etnias distintas (Embera Chamí, Embera Eyábida y Tule-Kuna). Son víctimas de la convivencia a la fuerza y el abandono estatal. Abelardo lo pone en estos términos: si la convivencia con la familia a veces resulta complicada, la relación multiétnica resulta tal vez peor. “Vivimos juntos, pero no revueltos y nos hemos quedado sin espacio para donde crecer”, afirma el jaibaná.

Crónica enriquecida- “La Palma” del olvido – Antonia, Salomé, Leonardo e Isabel
Abelardo Niaza Gobernador del resguardo la Palma - Fotografía de Leonardo Hernández

Cuando Abelardo habla del futuro del resguardo, casi siempre tiene un tono de resignación, piensa que “nosotros” (los no-indígenas) nos acostumbrado a ver al indígena como un sujeto dedicado a pedir, como una suerte de mendigo.  Le duele en particular el tema de la educación, ya que existen ayudas y beneficios por pertenecer a una etnia, pero estos terminan siendo útiles solo a la hora de ingresar a ciertas instituciones, no hay posibilidades de tener una educación propia. Además, la tasa de deserción educativa es alta ya que no hay un apoyo o capacitación financiera constante.

Hablar de un posible retorno a sus territorios de origen, al menos para Abelardo, es un sueño lejano. Él siente que ese exilio no solo ha cambiado su forma de vivir, sino la tierra que antes llamó hogar, “La paz que se esta construyendo, sí se logra construir es para poder empezar a dar valor a lo que tenemos y a dejar de matarnos para escucharnos”, comenta. Al ver su resguardo Abelardo dice que lo que le pide a ese Estado ausente es la tierra que inicialmente se les prometió para cultivos productivos para su comunidad.

“Vivimos juntos, pero no revueltos y nos hemos quedado sin espacio para donde crecer”

La Palma está rodeado de intocables cultivos de banano, que en cualquier momento van a ser devorados por los intereses y el control de la empresa más productiva del Urabá. En el melancólico discurso de este líder todavía asoma la promesa de un futuro mejor. Igual, no todo es malo. En el resguardo constantemente hay actividades de formación, talleres de computación para niños, y espacios culturales donde se mantiene viva la tradición y las costumbres.

 A eso de las tres de la tarde hay una caminata para observar de cerca la vida en el resguardo. El sol se cuela entre las nubes que parecen cargarse cada vez más de agua, la lluvia amenaza desatarse sobre nosotros. Una mujer mayor se sienta en la puerta de su casa, un hombre duerme en una hamaca y tres muchachos jóvenes pasan riéndose con la chaqueta del uniforme de la compañía de luz en las manos.

El resguardo está en una loma, la vista desde arriba entre la neblina y la oscuridad del día se extiende en filas eternas de árboles de banano, interrumpidos solo por algunos techos de las casas de los indígenas. Se escuchan las gallinas cantar a lo lejos. El ambiente está cargado de un sinsabor, sin embargo, ese resguardo representa una de las formas de resistencia más puras. La Palma mira hacia atrás para aprender y con poco optimismo se proyecta hacia un futuro con la promesa de que lo que viene será mejor.

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