Dilson Borja: Líder desde el vientre
Leonardo Hernández Murillo – Isabel Toro Hoyos
Mayo de 2019
Todo comienza con un sueño que ordena bañar la barriga de la mamá indígena. “Este ritual es la manera más clara de determinar si va a ser niño o niña”, cuenta Dilson Borja, un líder social indígena, que vive en Medellín debido al desplazamiento forzado. Fue su abuela materna, Carolina Borja Domicó, quien “vio” que él iba a ser el primer hijo varón después de 9 hermanas.
Luego de utilizar ortiga y savia de iraca para comenzar el ritual, se utilizó Kipará (fruta con que la comunidad Emberá Katío se adorna para diferentes celebraciones) para pintar la barriga de la madre. Después, ella tomó varias bebidas, hechas de una mezcla de plantas que le permite soñar a su hijo y entregarle, desde el vientre, los dones que tendrá.
Estos rituales también permiten identificar las posibles “mañas” o defectos que pueda traer la nueva vida y se corrijan de una vez. “Si va a ser una persona muy mala clase con su futura compañera, eso se corrige desde el vientre, para que no la vaya a maltratar y no le sea infiel”, dice Dilson mientras acaricia el pelo liso de su hija Fernanda, una niña indígena de tan solo dos años, quien lleva un vestido rosado con estrellas estampadas y apenas lograr pronunciar pocas palabras a la perfección.
Sin embargo, se requiere más que sueños y rituales para que la formación de un líder indígena sea completa. Para Dilson fue esencial empezar a participar de las reuniones con sus abuelos maternos, Carolina y Mario Domicó, este último reconocido como un líder de los “duros” entre las comunidades indígenas de Antioquia, quien al momento del nacimiento de Dilson, era el mayor del resguardo Jeikerazabi, ubicado cerca a Mutatá, Antioquia.
Desde los 8 años, Dilson viajaba de la mano de su abuelo por todo el Urabá, escuchando, aprendiendo y haciéndose conocer, para que las comunidades pudieran identificarlo y se sintieran representadas por él en un futuro. Era su presentación oficial dentro de los pueblos indígenas.
Borja no vive en Medellín porque haya visto a la ciudad como un lugar nuevo, lleno de oportunidades. Lo hace porque le toca.
Para el líder indígena, contar su historia resulta una tarea un poco complicada. Su naturaleza humilde y reservada lo frena cuando siente que está siendo muy colorido con sus palabras. Algo muy consecuente con lo que ha vivido o alcanzado a vivir.
Borja no vive en Medellín porque haya visto a la ciudad como un lugar nuevo, lleno de oportunidades. Lo hace porque le toca. Pasar tiempo con sus hijos es un lujo, ahora no pueden vivir en la misma casa por cuestiones de seguridad, y cada vez alguien diferente debe recogerlos para encontrarse por un par de horas, casi siempre en lugares públicos y concurridos, o en el Cabildo Indígena Chibcariwak, donde Dilson pasa la mayor parte de su tiempo estudiando, guiando a los compañeros de la Guardia de Medellín o revisando peticiones de otros líderes indígenas amenazados.
De 8,803.836 víctimas por el conflicto armado en Colombia, el 87% han sido desplazadas forzosamente. Las comunidades indígenas son una parte de la población nacional que más ha sufrido consecuencias nefastas. Enfrentamientos entre grupos al margen de la ley, despojo obligado por posesión de tierras donde el cultivo de la coca es potente y el reclutamiento a miembros de los resguardos, son los principales motivos por los que algunos pueblos indígenas han tenido que huir de sus lugares de origen.
Dilson conoce a la perfección los procesos de reparación de La Unidad de Víctimas. El liderazgo que aprendió en sus años como niño le ha servido para acompañar a otras familias indígenas que llegan, al igual que él, huyendo del peligro que representan las amenazas y los ataques directos de los grupos paramilitares y las disidencias de la antigua guerrilla de las Farc. Primero se tuvo que poner a salvo él mismo. Luego se puso manos a la obra, animando a dejar el miedo a otros, entre ellos a su familia. Sus sobrinas Yenny y Estefanía, quienes también juegan un rol importante de liderazgo en las personas jóvenes de su comunidad, han estado envueltas, gracias a la estrecha relación con Dilson, en situaciones de riesgo.
En 2016, por ejemplo, él se estaba hospedando en Apartadó mientras actuaba como cabildante nuevamente en su comunidad. Recibió una llamada de un paramilitar, quien hizo énfasis en “la salvada que se pegó”, porque lo habían ido a buscar a su casa y no lo encontraron, pero que, en cambio, se llevaron a Yaneth, su pareja y a Yenny, su sobrina mayor. El grupo armado dijo que, para el rescate de sus familiares, Dilson debía ir solo y no podía contarle nada a nadie, mucho menos a las autoridades.
En cuestión de horas lograron armar un plan. A él no lo iban a armar, pero sí iba a ir al lugar del encuentro con dos policías disfrazados de indígenas.
Dilson ya contaba con una demanda por protección y conocía quién podía ayudarle a rescatar a su familia. Se enteraron para dónde se las habían llevado por medio de un ex-paramilitar aliado. En cuestión de horas lograron armar un plan. A él no lo iban a armar, pero sí iba a ir al lugar del encuentro con dos policías disfrazados de indígenas. Yaneth y Yenny estaban esperándolos en una de las plataneras de Chigorodó. El lugar suponía el obstáculo de encontrarse alejado de la vía principal, lo que significaba que, si la cosa se ponía fea, el apoyo tal vez no alcanzaría a llegar a tiempo. Esto, a su vez, resultó ser algo positivo para el operativo, ya que las plantaciones tan juntas unas de las otras, permitieron que los paramilitares no los vieran llegar, lo que resultó no solo en la libertad de las mujeres, sino también en la captura de los responsables.
Ese fue el último día que su familia pasó en Urabá, la tierra que, según sus abuelos, estaba destinado a guiar. Por muchos años a él nunca se le ocurrió que su camino iba a ser el de líder desplazado, su prioridad era la de una Guardia Indígena fuerte, capacitada y funcional.
Para su cumpleaños número 15, Dilson instituyó la Guardia Indígena en Antioquia. Si bien había nacido en Jaikerazabi, gran parte de su tiempo como gobernador y líder de la Guardia lo vivió en el cabildo Mungaratatadó, que se encuentra al interior del municipio de Mutatá, y es el lugar donde su madre fue mayor.
Dilson organizó un grupo indígena, lo capacitó y lo graduó como Guardia. El Alcalde los legalizó y fueron presentados frente a todo el municipio. Esto ayudó a que la ciudadanía y la Guardia convivieran en armonía. Tras su formación se vivieron muchos cambios. Se erradicó casi en su totalidad el maltrato en contra de la mujer indígena y se crearon, por ejemplo, programas de protección a la niñez que, en su momento, se había convertido en un problema de salud pública. “Usted veía niños de 8 años en una discoteca con una botella en la mano, un cigarrillo y nadie decía nada, y como era indígena, no le prestaban atención”, recuerda Dilson
Estefanía, su sobrina de 19 años, gira los ojos con irritación, pero casi nunca le quita la mirada, aún cuando él la molesta y hace chistes sobre ella. La admiración que le inspira a la joven es casi desconcertante. Ella era la directora de un grupo de líderes jóvenes quienes aún se dedican a mantener viva la tradición del pueblo Embera, por medio de sus bailes, expresiones artísticas, música y lengua.
Dilson se enteró que las actividades de su sobrina menor habían llamado la atención de grupos paramilitares. A su casa había llegado un panfleto anunciando que debía dejar la región pues sus actividades como lideresa se estaban volviendo un obstáculo para estos grupos, y ni hablar de la relación tan cercana que ha mantenido con Dilson. “Llegué hace tres meses supuestamente a pasear y me quedé, ahora él me tiene estudiando sistemas en el SENA y yo le ayudo a cuidar los niños”, dice ella.
Tras su llegada a Medellín, luego del secuestro de su compañera y su sobrina, la familia trata de recuperar la rutina. Yaneth consiguió un trabajo y Nicolás, su hijo mayor, entró al colegio. La situación de seguridad de Dilson parecía resuelta.
En la ciudad le ofrecieron un carro blindado (el cual rechazó porque le impedía moverse con libertad), un chaleco antibalas, que craquea debajo de su ropa y un botón de pánico (un pequeño círculo negro con las siglas SOS escritas en el centro, se parece a la alarma de un carro y lo guarda en el bolsillo de su camisa). Que cuando se enciende envía un aviso de emergencia a La Policía. “Cuando me hicieron un atentado en un taxi, el botón permitió que las autoridades llegaran donde yo estaba y no me mataran”.
“después de eso yo me fui a vivir aparte, de todo esto lo más difícil son las noches porque la cama a uno no le conversa”
La familia intentó mantenerse junta por un año. A pesar del equipamiento de seguridad y la demanda de restitución, las amenazas no pararon. El tener que cambiar de casa varias veces y la poca oferta laboral para una persona con orden de protección, pusieron a prueba la tranquilidad familiar. Pero lo que lo obligó al final a dejar su casa y esconderse en un refugio propuesto por la Alcaldía, fue un segundo intento de secuestro.
Yenny estaba cuidando a Fernanda mientras Yaneth llevaba a Nicolás al colegio, cuando entraron a buscarlo. “Eso, gracias a Dios, no pasó a mayores”, dice Dilson, “después de eso yo me fui a vivir aparte, de todo esto lo más difícil son las noches porque la cama a uno no le conversa”.
El tiempo en ese refugio le sirvió para reflexionar sobre la situación de seguridad tan precaria por la que están algunos los líderes indígenas en el país. El desplazamiento los obliga no solo a abandonar sus hogares, sino las pertenencias y sus tierras. El pasar a un contexto de una ciudad capital significa para la cultura indígena la inminente extinción, se pierde el contacto con las raíces y, por ende, el contacto con la identidad. Para comunidades como la de Río León, de donde es Franio Domicó, amigo de Dilson y líder de su comunidad, el desplazamiento no sólo significó la destrucción del medio ambiente (las verdes montañas pasaron a ser pastizales casi desérticos gracias a la ganadería), sino la desaparición de su lengua.
Algo parecido sucede con Ludis, quien lleva 22 años desterrada en Medellín. Para su comunidad, los Wiwá en la Sierra Nevada de Santa Marta, la ocupación de la guerrilla a su territorio significó la segmentación de su pueblo, y la subsecuente desaparición de sus costumbres ancestrales.
Ese contacto que tuvo Dilson con la pérdida de otras comunidades y el temor latente por sus vidas, lo llevó a trabajar por la igualdad de condiciones ante la Unidad Nacional de Protección. Comenzó a trabajar directamente con la Gobernación de Antioquia y la Unidad de Víctimas, logrando adelantar varios procesos con líderes en Medellín.
“Gobernadora, yo le colaboro con eso que es mi fuerte”
Aunque para los líderes en las grandes ciudades la promesa del retorno siempre se mantiene viva, ellos requieren de lugares donde puedan recuperar la conexión con sus raíces. Aquí es donde entra en juego el Cabildo Chibcariwak, un cabildo urbano y multiétnico que este mes cumplió 43 años de fundación. Desde allí, Dilson ha logrado apoyar la orientación de líderes víctimas así cómo la restructuración de la Guardia Indígena en la capital antioqueña. “En él he encontrado un gran apoyo desde que llegó. Lo primero que me dijo fue, ‘Gobernadora, yo le colaboro con eso que es mi fuerte’”, dice Ana María Zambrano, gobernadora del Cabildo.
Cuando Dilson llegó por primera vez a Medellín estudió tres semestres de Antropología en la Universidad Pontificia Bolivariana gracias a una beca, pero su sueño de educación superior se frustró por la situación de seguridad. Una tarde, al salir de clase, uno de sus compañeros fue asesinado y otro herido. Tanto las directivas de la universidad como él estuvieron de acuerdo que era mejor que se retirara. Concentrarse en la Guardia y en los procesos de sus compañeros ha significado un futuro seguro para él y su familia.
Sin embargo, Dilson insiste en su preparación académica: “Estoy en el SENA, quiero aprender sobre tecnologías audiovisuales para algún día crear una serie animada de las leyendas de mi pueblo – dice- mostrar la realidad de nuestros pueblos, es necesario, sobretodo por educar, que la gente se entere sobre qué es lo que vivimos, y por qué personas como yo terminamos en lugares como este Cabildo”.
“su camino salió prácticamente igualito al mío”
Durante una de las posesiones de la Guardia de Chibcariwak en Medellín, Nicolás se le acercó tímidamente, le dijo que quería ser como él, pero que no sabía cómo. Dilson lo mandó a que se inscribiera en la Guardia. Hoy con 8 años y un orgullo que parece llevarle 10 años en madurez y sabiduría, “Nicolás anda con su bastón y dice que es un Guardia”. Pero los baños del niño revelaron que su camino iba a ser diferente al de su papá.
Su hija Fernanda, en cambio, parece destinada a seguirle los pasos. Está jugando con el bastón de mando de Dilson, canta suavecito para ella y con la delicadeza con la que se levanta a una muñeca, la niña recorre los diseños del palo entre sus manos. “Pasó algo muy particular. Cuando estábamos bañándole la barriga a ella: su camino salió prácticamente igualito al mío”, dice Dilson.