Un adiós ahogado
Por: Manuela Palacio y Yazmín Giraldo
Uno de los pueblos indígenas más antiguos de Antioquia perdió su territorio ancestral cuando el embalse de Hidroituango lo dejó bajo el agua. Las 36 familias que resguardaban la herencia cultural de los nutabe están dispersas por el Bajo Cauca antioqueño y esperan poder conservar las tradiciones de sus antepasados.
Abelardo David lloraba en su balsa. A 150 metros bajo el agua estaba Orobajo, el pueblo donde pescó, barequeó y vio nacer a sus hijos. Las guacamayas, que solían acompañarlos, volaban desesperadas porque ya no tenían donde posar. Las iguanas, lagartijas, zorras y ratones se apuraban a su canoa para no morir ahogados. El viento y la corriente del río Cauca mecían los árboles y Abelardo sentía que le decían adiós.
Esta vereda de Sabanalarga, Antioquia, se inundó el 9 de mayo de 2018 y Abelardo fue el último habitante en dejar el pueblo. Para llegar a Orobajo desde el casco urbano de Sabanalarga, había que hacer una travesía de doce horas a lomo de mula por las escarpadas montañas del cañón. Su cercanía al río, fue lo que hizo que Orobajo se ahogara cuando Hidroituango llenó el embalse.
“Orobajo era un caserío perdido en el cañón del Cauca. En 1989, cuando lo visité, tenían una inspección de policía y una escuela. Lo demás eran casas repartidas sin orden aparente. Unas casitas muy indígenas en su arquitectura y en su espacialidad”, recuerda Neyla Castillo, cuya curiosidad antropológica la llevó a dirigir el trabajo de investigación más completo sobre los antepasados aborígenes de esta región.
El pequeño poblado es descendiente de los nutabe, un pueblo indígena que habitaba el norte de Antioquia desde épocas anteriores a la colonia y que había sido considerado extinto. En Orobajo se conservan varios apellidos de la época gracias al aislamiento geográfico del pueblo. Sucerquia, Chancí, Feria y David son los apellidos más antiguos y comunes.
Pero los apellidos no eran la única herencia viva de los nutabe, sino que conservaron el barequeo como técnica artesanal para extraer oro del río. Junto con la pesca, la minería artesanal era su principal fuente de sustento. El metal precioso era el regalo de papá, el Patrón Mono, como le llamaban al río.
“El río para nosotros es todo. ¡Es que ese ha sido el padre de nosotros! Nos ha sustentado por miles de años y no se ha dejado limitar de nadie. Por bastantes que sean las comunidades nunca se ha limitado con el oro y el pescado”, expresa Abelardo.
Si querían chócolo sembraban maíz, además tenían plátano y yuca, que crecían como maleza y alcanzaba para compartir. En Orobajo aún se usaba el trueque: personas de veredas vecinas bajaban al pueblo a intercambiar panela, legumbre y frutas por pescado. La tierra no se trabajaba, todo lo que necesitaban lo conseguían casi sin pedirlo.
Los pobladores son excelentes bogas, navegaban en el agua con una habilidad natural de la gente de río. Antes se transportaban en balsas hechas de palo, luego consiguieron canoas con motor. Incluso llegaron a prestar servicios de transporte y alojamiento a los investigadores del Consorcio Integral y los trabajadores de la Sociedad Hidroeléctrica Ituango.
El Gran Cacique Mestá habla de estos invasores que iban a pie y en pájaros de metal a atisbar el río. El legendario cacique de los nutabe habló en Crónicas de un inminente etnocidio en el cañón del río Cauca, un libro del antropólogo y asesor del Cabildo Nutabe de Orobajo, Jorge David Higuita:
“Dicen que quieren nuestro río, y entonces quieren comprar nuestras tierras. Pero estas tierras no se venden, no nos pertenecen, son de nuestros abuelos, son de nuestros nietos”.
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En sus mejores días, el pueblo había sido el centro indígena de la región. Antes de la inundación era el lugar de reunión preferido de las veredas cercanas de Sabanalarga, Peque e Ituango. Allá iban cada fin de semana habitantes de los pueblos vecinos a “fiestear”, mercar y jugar fútbol. “Nosotros allá como pobres teníamos todo. Todo. Teníamos cancha, cementerio, riego, trapiche comunitario, casa cabildo, una escuela grande”, dice Abelardo.
La escuela, de color anaranjado y dibujos de flores en las paredes, era la única construcción de ladrillo. Las casas estaban hechas de bahareque (barro y guadua) con techos de zinc. Los techos solían ser de paja, “porque eran más frescos”, pero la paja se quema más fácil. Los años cincuenta, cuando la guerra bipartidista llegó al pueblo, les enseñaron eso. Los saquearon, quemaron sus casas y los obligaron a irse.
Ese fue el génesis de lo que serían los tres grandes desplazamientos de Orobajo. El siguiente llegó el 12 de julio de 1998 de la mano de los paramilitares del Bloque Noroccidente Antioqueño. Al pueblo llegaron con lista en mano. Buscaban cuatro personas para asesinarlas, pero no las encontraron, así que escogieron cuatro al azar. Virgilio Sucerquia, líder de la comunidad, estaba por fuera ordeñando una vaca y buscando un racimo de plátano. En su camino de vuelta al pueblo se encontró con Imelda, quien le rogó se escondiera y no fuera a bajar al pueblo.
– ¿Y mis hijos?
– Allá los tienen cogidos junto con Floro y Bernardo.
– No, si a mis hijos los matan, yo estoy muerto.
Cuando llegó al pueblo, los paramilitares tenían a Floro Chancí, Bernardo Chancí, Luis Ángel David y Roselí Sucerquia filados en el corredor de la escuela. Virgilio preguntó a los recién llegados qué sucedía. Uno de los paramilitares preguntó quién era, y otro le respondió.
– Ese es el papá de Orobajo y de todo el que llegue aquí. Este es el primero.
Le dispararon. Virgilio tendría entonces unos 60 años.
“A mi tío Virgilio lo mataron de una. Un tiro le entró por el bajo vientre y otro le abrió el cuello por la derecha. A Roselí, que duró mucho rato pidiendo agua lo vieron morir desangrado sin poder ayudarlo. A Bernardo, le dieron el tiro y él se paró del suelo, caminó, cayó de rodillas y siguió arrastrándose en busca de la casa donde estaban sus hijas”, recuerda Carmen, sobrina de Virgilio Sucerquia, que le contaron ese mismo día. Su testimonio quedó plasmado en el libro Llanto en el paraíso de Patricia Nieto, periodista y profesora de la Universidad de Antioquia.
Una noticia de El Tiempo del día después de la masacre, tituló: “Huyeron sin recoger a sus muertos”. Dos campesinos de Sabanalarga habían llegado a Orobajo y solo encontraron los cadáveres. La comunidad, ante la zozobra de un nuevo ataque, había pasado la noche en el bosque rezando. Cuando el miedo los dejó, casi 24 horas después, salieron de su escondite y enterraron a sus vecinos. Pero el miedo se quedó en el pueblo y muchos de sus pobladores salieron de Orobajo.
Abelardo David se fue para Bello a vender mazamorra. Volvió cuatro años más tarde porque no le estaba alcanzando la plata. En Orobajo, pensó, si no tenía oro, al menos podía pescar. Cuando recuerda el día de la masacre habla de Virgilio como si fuera su propio padre: “Él viendo a sus hijos y viendo la gente ahí, se hizo matar. Porque pudo haberse escondido, pero no”.
Virgilio tenía la voz de un líder. La autoridad que ejercía en Orobajo nadie la contradecía, porque era el cacique. Toda la comunidad sabía que Virgilio era un buen hombre y que lo que hacía era en beneficio de ellos. Para él, los demás iban primero. Cualquier visitante que llegara al pueblo era recibido por él, quien se encargaba de que tuviera comida y dónde pasar la noche. Muchas personas iban a Orobajo en busca de su bondad, para que les ayudara y les diera trabajo.
Era el cacique el que salía a vender el oro a Sabanalarga y traía mercado para la comunidad. Tenía una tienda que surtía de productos básicos al pueblo y enseñaba a pescar y barequear a quien lo pidiera. “Por eso es que está muerto”, reflexiona Abelardo David. “A él no le importaba quién fuera, sólo si tenía hambre, frío, si tenía dónde dormir, si necesitaba una mula”.
El rumor de su generosidad debió llegar a oídos de los armados que se instalaron en el cañón del Cauca para liberarlo de la influencia de la guerrilla comunista. El dominio sobre el Bajo Cauca lo tenían los los bloques 18 y 36 de las Farc, quienes se enfrentaban al Bloque Mineros y el Bloque Noroccidente Antioqueño de las AUC. Hoy, esa región es un territorio en disputa por el control de la ruta del narcotráfico, que tiene combatiendo a las disidencias de las Farc, el ELN y bandas criminales como Los Pacheli o Los Chatas.
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– ¿Qué es lo que más extraña de Orobajo?
– Lo que más extraño de Orobajo es la gente.
La respuesta de Abelardo no tiene una sombra de duda. En sus ojos se ve la nostalgia cuando habla de la última vez que vio su pueblo y se le escapan, desprevenidas, dos lágrimas. “La paz y la felicidad con la que vivíamos allá, no tiene precio”, nos dice. Hoy, agradece los escasos momentos en los que vuelve a ver a sus vecinos y su familia. Después de todo, las 36 familias de Orobajo siguen siendo hermanas.
Pero estar dispersos no es el único problema que tiene la comunidad: “Ahora es muy duro donde está la gente. Nosotros en Orobajo trabajábamos medio día. A esta hora [1:00 p.m.], estábamos ya en la casa, nos íbamos a pescar o a descansar. Porque la gente trabajaba desde las cinco y a las once ya estaba volviendo. Ahora no es así. Ahora el que tiene trabajo en Ituango, le pagan veinte mil pesos ¿y qué hace usted con veinte mil pesos?”, comenta Abelardo.
Una comunidad fragmentada con un futuro incierto es el Orobajo de hoy. El pueblo ya no existe, las casas de guadua se las llevó el río, la escuela ya no aloja a nadie y los nutabe que vivían ahí están dispersos por toda Antioquia. Tal vez no exagera Jorge David Higuita, antropólogo asesor del cabildo, cuando dice que de no llegarse a un acuerdo “a lo que estamos atendiendo es al etnocidio”.
Los habitantes de Orobajo esperan poder llegar a un acuerdo con Hidroituango. Quieren un territorio colectivo para volver a estar juntos y proyectos productivos para poder sostenerse. En noviembre de 2018 inició el proceso de Consulta Previa que los debería llevar a un acuerdo. Para abril de 2019, ya se encontraban en la tercera fase del proceso y habían acordado un territorio.
“Nosotros, como indígenas de esta consulta, esperamos volver a estar juntos. Volver a tener un poquito de la felicidad que teníamos allá, porque yo sé que no va a ser igual”.